martes, 26 de septiembre de 2017

Relato breve: por qué decidí dejar la academia tras el doctorado

INTRODUCCIÓN


Desde que era niña, de tanto en tanto aprovecho ciertos momentos de sosiego para detenerme y escuchar cómo me late el corazón. Todavía hoy me parece un pequeño milagro. Dejando volar mi imaginación, pensaba que siempre hay un motivo para que un corazón lata. Todos somos únicos y tenemos algo específico que aportar. Si te late el corazón, es que aún te queda camino para recorrer. Un camino propio.

¿Un camino propio? Sí, y es toda una responsabilidad. Ahondando en estos pensamientos, me viene un fragmento de poema (Caminante, no hay camino, se hace camino al andar) y también una estrategia simple para cerciorarme de que sigo mi propio camino: ser sincera, conmigo misma y con los demás; guiarme por lo que realmente siento y pienso. Lógicamente, lo que uno mismo percibe, cómo lo percibe y cómo reacciona depende de su trayectoria. De este modo, no hay dos personas iguales.

En muchas ocasiones, por diversos motivos (miedo a no encajar o a fracasar, por vanidad, por una ambición desmesurada, etc.) preferimos ocultar nuestra opinión. Dependiendo de la situación, asentimos por cumplir o para quedar bien, nos hacemos pasar por alguien que coincide más con los patrones trendy e incluso renunciamos a nuestros sentimientos y fingimos ser alguien que no somos. La gravedad de esto, como bien resumió Lao Tsé, se refleja en la siguiente verdad inevitable:

Cuida tus pensamientos, porque se convertirán en tus palabras. Cuida tus palabras, porque se convertirán en tus actos. Cuida tus actos, porque convertirán en tus hábitos. Cuida tus hábitos, porque se convertirán en tu destino.

Según mi propia experiencia, en muchas ocasiones tememos ser sinceros porque sólo prevemos un momento de tensión y enfrentamiento. Pero esta perspectiva es muy limitada. Para empezar, elegir las palabras adecuadas y un buen momento para conversar ayuda mucho. El abanico de opciones para no ofender a nuestro interlocutor es amplio y diverso. Además, nos estamos olvidando un escenario alternativo: puede que nuestra opción le parezca acertada e interesante a nuestro interlocutor. Si no lo compartimos, los dos perdemos. En su ensayo sobre la libertad, John Stuart Mill lo expuso muy claramente:

“Pero lo que hay de particularmente malo en imponer silencio a la expresión de opiniones estriba en que supone un robo a la especie humana, a la posteridad y a la generación presente, a los que se apartan de esta opinión y a los que la sustentan, y quizá más. Si esta opinión es justa se les priva de la oportunidad de dejar el error por la verdad; si es falsa, pierden lo que es un beneficio no menos grande: una percepción más clara y una impresión más viva de la verdad, producida por su choque con el error.”
Este autor se refería a la importancia de la libertad de expresión en general y señalaba las consecuencias de la censura estatal-legal y social. Pero creo que sus argumentos también son válidos cuando se trata de la auto-censura de la que estoy escribiendo. Sólo exponiendo nuestro punto de vista podremos 1) ofrecer a nuestro interlocutor la oportunidad de cambiar y 2) conocer mejor su perspectiva y, quizás, cambiar nuestra opinión.

En ocasiones tu interlocutor aceptará de buen grado tu propuesta/opinión/acción. En otras, puede que el proceso tome su tiempo pero al final dará sus frutos. Sobre esto último, recuerdo con una sonrisa la película Chocolat (Lasse Hallström, 2000). Y a veces eres rechazado. No es una situación agradable, pero forma parte de la vida… y creo que nos indica que es momento de pararse y reflexionar si queremos continuar en un determinado espacio (por ejemplo, un puesto de trabajo) o con una determinada persona (amigo/a, novio/a, algún familiar…). Cerrar una etapa de nuestra vida puede sonar en primer lugar a drama o vacío. Pero sólo así es posible encontrar espacios y personas más afines en los que puedes expresarte con libertad. Billy Joel lo expresó bellamente en su canción Honesty (1978): Honesty is such a lonely word…

Esta clase de decisiones va marcando nuestro camino. Decir no a algo o alguien, es decir sí a otro algo o alguien. Hace poco vi una película en la que un personaje afirmaba tener miedo a “perder el tren” y fracasar en su vida. Me parece una metáfora acertada: cuando nos encontramos en esta clase de encrucijadas, tomamos un tren. De nosotros depende elegir la dirección:
Si alguna vez sucede que te rebajas a ti mismo por querer complacer a otra persona, ciertamente has perdido tu plan de vida.” Epicteto.

NUDO


Todo lo anterior me sirve a modo de introducción. En los últimos meses me he encontrado en una encrucijada en el ámbito laboral. En los últimos años he trabajado como investigadora universitaria mientras me sacaba el doctorado. La semana pasada defendí con éxito la tesis y… todo el mundo esperaba, ya que es lo más frecuente en estos casos, que continuaría en la academia. No obstante, tras meses de intensa reflexión, he decidido que no quiero seguir este camino. Es una decisión importante porque supone un nuevo rumbo en mi vida. De eso no hay duda. Pero no escribo este post por este motivo. Lo escribo porque nadie a mi alrededor contemplaba esta opción y hacer pública esta decisión ha sido un proceso de romper demasiadas expectativas. Claramente, no me ha pillado por sorpresa. Sabía que tendría que explicar mi decisión. Debido al elevado número de veces en las que he tenido que hacerlo, me ha apetecido dejar por escrito el por qué decidí abandonar la academia tras doctorarme.

Antes de continuar, me remito a lo expuesto en la introducción. Esta decisión y los motivos que me llevaron a adoptarla son fruto de mi experiencia personal. Es algo subjetivo. Lo comparto porque considero que toda visión personal (=subjetiva, =parcial) ofrece una perspectiva real que puede ser útil para los demás.

¿Por dónde empezar?

Por el principio. La idea de hacer un doctorado me la planteó una profesora universitaria en tercero de carrera. Me había dado clase el año anterior y contactó conmigo porque quería comentar cómo mejorar la asignatura para el curso siguiente. Me eligió porque fui extensa en mis sugerencias sobre cómo mejorar la docencia y, además, no lo hice de forma anónima. En esa charla me preguntó acerca de mis planes tras finalizar los estudios (“encontrar trabajo”) y si me había planeado una beca doctoral (“no”). Y así empezó todo: me lo planteé como una opción para coger experiencia, desarrollar mis aptitudes como investigadora y tener la oportunidad de viajar.

Cuando empecé no tenía ni idea de cómo es el mundo académico por dentro. Ni en lo que consistía de verdad ser profesor universitario. Tan sólo ahora, pasados 4 años, me considero con la suficiente información para tomar una decisión sólida. En este momento puedo saber si tengo o no vocación académica. Y he descubierto que no la tengo. Me gusta investigar, documentarme, hacer presentaciones, organizar eventos, hacer cálculos estadísticos… pero todo esto se puede hacer en otros empleos fuera de la academia.

Respecto a la docencia, considero que un profesor debe tener cierta vocación. Sobre todo, cierta convicción de que su labor es útil y de respeto hacia los alumnos. Y yo no puedo negar que albergo un sentimiento amargo hacia la enseñanza universitaria. En los dos años que he tenido docencia me he empleado al 100% y he intentado que las clases fueran de provecho para los alumnos. Eso sí, tampoco puedo obviar el hecho de que era “becaria” y el margen que tenía era mínimo para diseñar el contenido y forma de las clases.
Sin embargo, en ningún momento pude eludir la idea de que lo que estaba haciendo no tenía sentido. Es una opinión personal, pero considero que estar 3-4 años sentados, empollando libros y vomitando en los exámenes no es lo ideal para formarse. Es lo que hay para sacarse un título. No me voy a extender aquí acerca de lo que considero una formación universitaria óptima, pero dista muchísimo de lo que me he encontrado en primera persona (como estudiante y profesora).

En este punto también pensé “pues quédate y cambia las cosas desde dentro, seguro que casi todos quieren cambiar las cosas y lo hacen cuando pueden…”. Ante esto, en primer lugar, tendrían que pasar muchos años para convertirme en alguien con suficiente autoridad para cambiar nada. No sólo es conseguir la plaza “segura”, sino que existe todo un sistema de relaciones de “respeto” hacia los colegas más veteranos que tiene mucho peso. Además, desgraciadamente, a lo largo de los años he encontrado muchos profesores con una actitud más bien cínica al respecto. Se ocupan del mínimo o se centran en aquellas actividades que más les reportan para promocionar (la evaluación positiva de los alumnos o que éstos reciban una educación de calidad no están aquí). Desde luego, hay excepciones. Existen profesores con vocación. Pero no me parece que sean la mayoría.

Sobre todo, y más importante, coincido con Alex Hope en lo que se refiere al “futuro académico”. En términos ideales, ser un académico consiste en querer mejorar las cosas, influir en una nueva generación de profesionales y desarrollar formas innovadoras de pensar sobre algún tema concreto del ámbito profesional elegido. No obstante, como señala Hope, parece que estos objetivos están cada vez más en conflicto con los requisitos que hay que cumplir para hacer carrera académica.

Por ejemplo, existe una necesidad imperiosa de publicar. En estas circunstancias, en muchas ocasiones se publican algunas cosas que no aportan nada sustancial. Es muy probable que alguien de fuera, desacostumbrado al lenguaje académico y no muy puesto en la literatura relevante, no se percate. Pero es un secreto a voces que mucho de lo publicado es estéril, incluso a veces no cumple los requisitos mínimos. Así, es lógico que no tenga impacto o interés social. Mi experiencia es que muchos académicos hacen esta auto-crítica pero siguen participando en esta dinámica porque su propia promoción depende de ello. Algo que no puedo olvidar es que en varias ocasiones he escuchado a varios académicos de diversas procedencias “confesar” que consideran que en gran medida todo es una farsa. Si se piensa de esta manera, continuar es una decisión personal complicada, sobre todo si se ha alcanzado cierto status. En mi caso, mi forma de ser y mis principios (seguramente también influirá mi status actual –recién doctorada—) me piden a gritos dejarlo.

También en relación con lo anterior, según Hope el académico del futuro no responderá a lo que estamos acostumbrados. Él defiende formas más flexibles en las que el académico será un profesional competente, innovador y con capacidad de liderazgo que es contratado por las universidades para compartir sus capacidades. Ya veremos cómo evolucionan las cosas. En todo caso, a mí me parece que su propuesta tiene puntos fuertes porque, según mi experiencia, en muchas ocasiones existen dos mundos paralelos: el académico y el profesional. El primero, al ser un espacio de reflexión (supuestamente sin las presiones del mundo privado) debería complementar y liderar al segundo. No obstante, en el mundo académico a veces se utilizan ciertas perspectivas o se trabajan ciertos temas en plan “rizar el rizo” que no tienen sentido ni aplicación para el mundo fuera de la academia. Es probable que quien tenga vocación de profesor universitario no le otorgue tanta relevancia al impacto social de sus investigaciones. Lo que me interesa destacar es que para mí es muy importante dicho impacto y por eso me atraen otras profesiones fuera de la academia.

Otro asunto que ha tenido mucho peso en mi decisión es que la universidad que yo he conocido (y a la que accedería) está financiada públicamente. Como tanto gusta decir hoy en día, se paga “con los impuestos de todos”. El paso más lógico para continuar en el mundo académico tras doctorarse es pedir una beca post-doctoral para estar 1-2 años en una institución extranjera. Cuando se acercaba el momento de pedir mi postdoc hice el siguiente ejercicio mental. Tenía que defender mi proyecto ante dos clases de jurado: 1) una fundación/empresa privada que quiere ver el impacto social de su inversión y una buena relación entre el coste y los resultados y 2) un conjunto de ciudadanos estándar entre los que se encontrasen mis abuelos.

Para el primer jurado –la fundación/empresa privada—no encontré una buena pregunta de investigación cuya respuesta incitara cierto interés más allá de la academia. Es más, cuando por fin encontré algo relevante, no encontré motivos para irme al extranjero 1 o 2 años. Hoy en día, con las grandes bases de datos online, las grandes posibilidades de comunicación y los vuelos económicos me resulta complicado en Ciencias Sociales encontrar preguntas de investigación que necesiten que el investigador se traslade 1-2 años.

En relación con esto, cuando pides una beca de estas características te dan más puntos si te vas a algún centro de renombre al estilo Harvard o Cambridge. Pero hoy en día, los mejores (leáse más citados) investigadores en ciertos campos no se hallan en estas instituciones, sino en centros más “normalitos”. Entonces te encuentras en la tesitura de proponer el centro de renombre (=consigues los puntos) aunque no será de tanto provecho o el centro al que de verdad quieres ir (=consigues menos puntos y te puedes quedar sin la beca). Esto no es más que un ejemplo de los sinsentidos burocráticos que te encuentras en el mundo académico.

Ante el segundo jurado –conjunto de ciudadanos estándar entre los que se encontrasen mis abuelos—me quedé más bien sin palabras. Con todas las dudas que venía arrastrando ¿cómo justificar que me envíen 1-2 años al extranjero? Se me ocurrían argumentos de mayor calado para invertir en otros ámbitos sociales. No me gustaría que estas palabras se interpretasen como una crítica facilona a la investigación científica. Todas las sociedades civilizadas precisan de ésta. Y cuando de verdad te encuentras con un académico sólido y con vocación es una experiencia increíble. Pero también hay que ser crítico y tener valor para decir que el mundo académico actual tiene muchas sombras y que el gasto que se realiza no es ni mucho menos eficiente ni eficaz.

Quizás esta opinión se comprenda mejor si digo algo más acerca de mis orígenes. Mis abuelos maternos –con los que más relación de iaios he tenido desde niña—nacieron y crecieron en el campo andaluz de postguerra. Una película que describe muy bien los ambientes y las circunstancias que vivieron es Los santos inocentes, basada en la novela de Miguel Delibes. Con mucho trabajo duro, salieron de esa realidad con el objetivo de que sus hijos y nietos tuvieran una vida mejor. Y lo lograron. Esta trayectoria familiar siempre la he tenido muy presente y me “gritaba por dentro” a la hora de proponer a la Administración pública financiación para un proyecto en el que realmente no creía.

DESENLACE


En los últimos meses, todas estas ideas se iban articulando y consolidando. Cada vez sentía más claramente que tras finalizar el doctorado se acabaría mi tiempo en la academia. Poco a poco fui revelando esta decisión y los motivos que la sustentan a mis compañeros más próximos. En general, las reacciones fueron buenas. Aunque mi impresión fue que me “oían pero no me escuchaban”. Es lógico puesto que todos mis compañeros pasaron por la misma encrucijada en su momento, y eligieron la dirección contraria a la que yo me dispongo a tomar. Algo así como si pensasen que estoy atravesando un momento de crisis y con el tiempo recapacitaré y tomaré la decisión acertada. Esta última opción también se me pasó por la cabeza en su momento, de ahí la importancia de escribir y evaluar el peso de mis razones. Pero el resultado seguía siendo el mismo.

También debo incluir un poderoso argumento que suele estar presente. Una compañera de la academia me dijo que cuando le tocó decidir no tuvo en cuenta su vocación o lo que más le apetecía hacer sino el miedo que tenía a no encontrar trabajo fuera de la academia. Con esta base de partida, luego entiendes mejor ciertas actitudes cínicas o negativas. En todo caso, algo que tengo claro es que si me quedo en la academia por miedo acabaría siendo infeliz rápidamente. Debido a mi trayectoria personal he comprobado las suficientes veces que actuar por miedo o por orgullo fulmina mi alegría de vivir. También que actuar guiada por aquello en lo que creo de verdad me hace más feliz y mejor persona hacia los demás (más amable, optimista, respetuosa). Seguramente por ello una de mis películas favoritas desde niña ha sido Vive como quieras (You can’t take it with you, Frank Capra, 1938).

Con todo lo anterior, espero haber mostrado que se puede haber trabajado duro durante el doctorado y decidir cabalmente dejar la academia una vez defendida la tesis. De nuevo, mi perspectiva es fruto de mi trayectoria y de las personas y espacios que he conocido durante los últimos 4 años. Por ello es única, un testimonio que dejo a modo de despedida que espero sea útil para los demás.





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